«Nunca acabaremos a este ritmo. ¡Ponte a trabajar tú también!», me quejé hacia mi compañero mientras me dedicaba a barrer una de las enormes salas de un antiguo edificio en pleno centro de la ciudad. Nos habían enviado para hacer limpieza después de que concluyera una gran celebración y todo debía estar listo por la mañana. Se trataba de un viejo inmueble del que se rumoreaban escalofriantes sucesos: algunas personas, que ya habían trabajado allí antes, aseguraban que escucharon voces de origen desconocido y ruidos estremecedores desde los rincones más oscuros. Otras insistían en que aparecían repentinas huellas en los cristales o en que sintieron inesperadas corrientes de aire frío que calaban hasta los huesos.

Yo no creía en absoluto en fenómenos paranormales, tan solo me parecía que el lugar tenía su encanto. Me centré en terminar bien mi trabajo, y seguía pensando que me resultaría difícil finalizarlo a tiempo si mi compañero continuaba sin echarme una mano.

Definitivamente, como temía, tuve que hacerlo casi todo yo, pero aquello no quedaría así. Cuando regresé a la empresa de limpieza, aseguré que habría tardado menos si el nuevo me hubiera ayudado en lugar de estar observándome durante toda la madrugada. Sin embargo, me respondieron que no enviaron a nadie más.

Entonces mostré un vídeo que grabé de ambos con mi móvil, a modo de selfie, para mis redes sociales, al comienzo de la noche.

Se me heló la sangre cuando me vi hablando sola.